Natasha se levantó entre terribles sudores, había tenido una
pesadilla. Buscó nerviosamente el asilo en su marido, pero allí no
encontró más que unas sábanas empapadas en sudor. Contempló el
vaso de Vodka a medio beber y entonces supo que había acudido a otro
incendio.
No le gustaba que Alexei hubiese decidido tomar ese trabajo. Ella
quería vivir junto a sus padres, arando el campo, lejos del ajetreo
de la ciudad. Pero no había podido disuadirle. Desde entonces, se
despertaba cada mañana con la misma imagen horripilante de su hombre
envuelto en llamas, clamándole a través de un cristal algo de agua
con la que librarse de ellas. Y ella, contemplándolo impotente,
incapaz de atravesar aquel grueso cristal. Afortunadamente, aquello
tan solo era un sueño.
Aún algo trastocada por el sin embargo ya habitual sueño, se vistió
y bajó a desayunar cada mañana junto a las mujeres del resto de
bomberos, antes de desplazarse 50km para ir a labrar las tierras,
también como cada mañana. Pero aquel día era diferente.
Al bajar a la segunda planta, en el cual se encontraba el comedor,
pudo ver a las siete esposas reunidas en torno al televisor, algo ya
de por sí poco común. Algunas callaban, otras sollozaban. Pero
todas parecieron alterarse por la presencia de Natasha.
Ella observaba, confundida, paralizada. Finalmente Katrina, la mayor
de las siete, de unos 32 años, se levantó de su asiento y la miró
fijamente a los ojos.
-¡No! ¡No puede ser!- Exclamó Natasha al contemplar las lágrimas
descendiendo por el rostro de la mujer. Sus peores presagios
anunciaban desde hace años ese momento. Ahora maldecía por lo bajo
su incredulidad al hacer caso omiso.
-Están en el hospital -afirmó Katrina- los médicos han dicho que
sobrevivirán. Ahora mismo íbamos a ir a verlos.
Muchas preguntas se agolpaban en la mente de Natasha mientras
recorrían a pie la calle principal de Prypiat con dirección al
hospital, incentivadas en parte por la gran columna de humo cuyo
origen sin embargo, no lograba definir. Al fin, al torcer la esquina,
toda pregunta sobre la salud de su marido era ya irrisoria. Pudo
contemplar como las llamas se alzaban metros por encima de la central
de Chernóbyl. En ese momento se disiparon todas sus esperanzas.
Intentando mantenerse ocupada, prosiguió caminando en su ya absurdo
interés de alzar el hospital. El resto de las mujeres la miraron.
Natasha era la más joven. Apenas tenía 21 años, y la mayoría de
ellas, habían asistido a su boda. En cierto modo se sentían
responsables, y más ahora que su marido ya no estaba.
Al alcanzar el hospital, observaron como la multitud de agolpaba
frente a este, en su mayoría mujeres y niños, crédulos, con el
objetivo de llevarse a sus maridos e hijos de vuelta a su hogar. Pero
ni tan siquiera les dejaban acceder.
Natasha comenzó a llorar, rogando a uno de los militares que
custodiaban la entrada que le dejase acceder.
-Señora, este hospital está bajo mando militar ahora. Sería un
gran riesgo para su vida acceder a él. -Le advirtió el soldado,
quien también tenía cara de estar confuso, al tiempo que se valía
de su brazo izquierdo para retrasarla lo más suavemente posible,
impidiendo su entrada.
-Déjeme ver a mi marido. Déjeme morir con él, de ser necesario.
Necesito decirle adiós.- Le rogó ella.
El joven soldado, pareció sufrir un ataque de reclamo materno al
contemplar el desesperado rostro de la mujer. El había visto aquella
expresión antes, encarnada en el llanto de su madre rogándole que
no se alistase en el ejército. Por un momento, pensó en dejarla
pasar.
Katrina, consciente de que aquel joven no detendría a la igualmente
joven pero insistente Natasha, intervinó rodeándola con los brazos
y apoyándole la cabeza contra su hombro, esperando que sus llantos
apaciguasen la desesperación. Allí aguardaron horas, al igual que
otras cincuenta mujeres desesperadas por saber la suerte que sus
cónyuges habían sufrido. Al fin, las puertas del hospital se
abrieron y tras estas salió un hombre con aspecto serio y con la
manga derecha del traje antirradiación empapada en sangre, situado
aún más lejos que los militares que le habían impedido el paso.
Sin decir una palabra, comenzó a leer en voz alta una larga lista de
nombres. A cada uno que decía, una mujer estallaba a llorar, al
tiempo que el resto intentaba inútilmente consolarla. Pero no así
ella, aguardó hasta el final por el apellido Vorobiov ,
el de su marido, pero este no apareció. La sonrisa esperanzada que
por respeto intentaba ocultar mientras el hombre recorría las
últimas líneas de la lista, se convirtió en la más absoluta
soledad en cuanto este la terminó por completo, y tal como había
comenzado, sin decir una sola palabra, regresó de nuevo a las
entrañas del hospital.
Todas las mujeres se fueron llorando, incluidas aquellas que hasta
entonces la habían apoyado. Ella se quedó sola junto a otra mujer,
sentadas ambas sobre el bordillo de la acera, incapaces de articular
una palabra. Ninguna sabía si la ausencia de su marido en aquella
lista era buena o mala.
Allí aguardaron un par de horas más, hasta que calló la noche y el
frío ucraniano se hizo ya insoportable. Para más ende, los últimos
copos de nieve del tardío invierno se precipitaban ahora sobre sus
hombros.
Incapaz de regresar a su ahora fría y solitaria cama, situada en una
habitación plagada de fotos de ambos, señalando para la posteridad
encuentros que muy posiblemente nunca se volverían a producir,
decidió caminar sin rumbo fijo, con el único objetivo de liberar su
mente de aquella pesada carga al tiempo que hacía frente al frio
invernal de aquella noche de Abril.
Dirigió una última mirada a la otra mujer, quizá algo mayor que
ella, quizá también envejecida por el rápido devenir de los hechos
en un lapso de tiempo tan reducido. Se dirigió al bar, donde el
señor Popanov permanecía atento detrás de la barra a los
acontecimientos que la radio relataba. Sin embargo, nada más
distinguir a la joven Natasha entrando en el bar, se apresuró a
apagarla..
Pese a ser una vieja amiga, -habían estudiado juntos, y desde
siempre habían tenido una estrecha relación de amistad, hasta tal
punto que Alexei había llegado a sospechar de que le estuviese
engañando con él- Popanov se sorprendió al ver su figura
estilizada apoyarse exhausta sobre uno de los taburetes situados
junto a la barra. Todo aquel que se dirigía al Popanov, lo hacía
siendo consciente de que allí se violaba la rigurosa ley de bebidas
espirituosas que aún se mantenía desde la época de Stalin, y
normalmente con el objetivo de olvidar el pesado día a día de la
ciudad, objetivo que no todos veían cumplido dado que Popanov poseía
una lista negra donde situaba a la gente conocida pro su “facilidad
de palabra” a la cual impedía beber más de la cuenta, por miedo a
que delatase lo fraudulento de las prácticas de su bar. Ella no era
una excepción.
Sin embargo, no dudó ni un momento del por qué de su visita,
precisamente aquella noche. Ni tampoco preguntó nada, todo lo que
necesitaba saber lo había oído ya en las noticias. Quizá incluso
sabía más que ella.
Por empatía, o quizá por simple aburrimineto, Popanov decidió
también romper la rutina y se decidió a acompañarle bebiendo en
una noche que ambos sabían que sería muy larga.
Quizá ella no había ido hasta allí solo para beber. Quizá había
visto en Popanov al hombre que su marido había querido señalar al
cuestionarle sobre sus infidelidades, un hombre atento y generoso, un
hombre que, quizá, molestaba tanto a Alexei por que le recordaba
demasiado a si mismo. Quizá había acudido allí simplemente por los
esfuerzos de su marido por señalarle como posible amante, buscando
el cariño que muy posiblemente su marido no pudiese volver a darle.
Popanov era además su amigo más cercano, mucho más incluso que las
maternizadas compañeras de bloque que se esforzaban en hacer
placentero su quizás prematuro matrimonio.
-¿Un vodka?- Dijo Popanov, consciente de que ella nunca se atrevería
a pedirlo.
-Un vodka nunca es un vodka. ¿Beberás conmigo? Hoy siento que no
puedo hacer nada sola. -Respondió ella.