lunes, 2 de junio de 2014

Constantinopla

Constantinopla, 29 de Mayo de 1453
Constantino XI alzó la mirada sobre la inmensidad del mar, en la búsqueda de un punto en el horizonte que le dotase de toda la seguridad que las maltrechas murallas constantinas ya no podían otorgarle.
A sus espaldas se escuchaba imponente el retumbar de los cañones turcos que continuaban haciendo caso omiso a los ruegos de  clemencia de los campesinos. Ruegos que no retrataría la historia en las gargantas de gente de la que nunca quedaría constancia, pero que quedaron grabados a fuego en su cabeza y que a buen seguro, habían resultado determinantes en su decisión de partir al frente de las raquíticas defensas bizantinas en un  ataque tan heroico como suicida.
Oscilan las cifras dadas por los historiadores. Unos hablan de cincomil hombres. Otros de diez mil. En todo caso, un ejercito condenado a muerte ante las hordas otomanas como tributo a la gloria vencida del imperio.
Y allí estaba él. Miro por ultima vez a su espalda antes de colocarse el casco. Contempló la inmensidad de la cúpula de Santa Sofía que se erigía por encima de la ruinosa ciudad, en una estampa celestial que habría enorgullecido a los académicos que la habían diseñado.
Bajó la mirada y contempló los rostros de sus generales, plomizos como la negra ceniza de los cañones que impregnaba el aire. Se ajustó el casco y gritó
nati ut homines, moriuntur ut heroes,

Nacemos como hombres para poder morir como héroes. Alzó el brazo y entonces comprendió que la primera escena de  aquel último acto estaba ya en marcha. Era tan solo ya otro actor más.