Constantinopla, 29
de Mayo de 1453
Constantino
XI alzó la mirada sobre la inmensidad del mar, en la búsqueda de un punto en el
horizonte que le dotase de toda la seguridad que las maltrechas murallas
constantinas ya no podían otorgarle.
A sus
espaldas se escuchaba imponente el retumbar de los cañones turcos que
continuaban haciendo caso omiso a los ruegos de
clemencia de los campesinos. Ruegos que no retrataría la historia en las
gargantas de gente de la que nunca quedaría constancia, pero que quedaron
grabados a fuego en su cabeza y que a buen seguro, habían resultado
determinantes en su decisión de partir al frente de las raquíticas defensas
bizantinas en un ataque tan heroico como
suicida.
Oscilan
las cifras dadas por los historiadores. Unos hablan de cincomil hombres. Otros
de diez mil. En todo caso, un ejercito condenado a muerte ante las hordas
otomanas como tributo a la gloria vencida del imperio.
Y allí
estaba él. Miro por ultima vez a su espalda antes de colocarse el casco.
Contempló la inmensidad de la cúpula de Santa Sofía que se erigía por encima de
la ruinosa ciudad, en una estampa celestial que habría enorgullecido a los
académicos que la habían diseñado.
Bajó la mirada y contempló los rostros de sus generales,
plomizos como la negra ceniza de los cañones que impregnaba el aire. Se ajustó
el casco y gritó
nati ut homines, moriuntur ut heroes,
Nacemos como hombres para poder morir como héroes. Alzó el
brazo y entonces comprendió que la primera escena de aquel último acto estaba ya en marcha. Era
tan solo ya otro actor más.