viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo 2: Se acaba el tiempo


 Natasha se levantó entre terribles sudores, había tenido una pesadilla. Buscó nerviosamente el asilo en su marido, pero allí no encontró más que unas sábanas empapadas en sudor. Contempló el vaso de Vodka a medio beber y entonces supo que había acudido a otro incendio.

No le gustaba que Alexei hubiese decidido tomar ese trabajo. Ella quería vivir junto a sus padres, arando el campo, lejos del ajetreo de la ciudad. Pero no había podido disuadirle. Desde entonces, se despertaba cada mañana con la misma imagen horripilante de su hombre envuelto en llamas, clamándole a través de un cristal algo de agua con la que librarse de ellas. Y ella, contemplándolo impotente, incapaz de atravesar aquel grueso cristal. Afortunadamente, aquello tan solo era un sueño.

Aún algo trastocada por el sin embargo ya habitual sueño, se vistió y bajó a desayunar cada mañana junto a las mujeres del resto de bomberos, antes de desplazarse 50km para ir a labrar las tierras, también como cada mañana. Pero aquel día era diferente.

Al bajar a la segunda planta, en el cual se encontraba el comedor, pudo ver a las siete esposas reunidas en torno al televisor, algo ya de por sí poco común. Algunas callaban, otras sollozaban. Pero todas parecieron alterarse por la presencia de Natasha.

Ella observaba, confundida, paralizada. Finalmente Katrina, la mayor de las siete, de unos 32 años, se levantó de su asiento y la miró fijamente a los ojos.

-¡No! ¡No puede ser!- Exclamó Natasha al contemplar las lágrimas descendiendo por el rostro de la mujer. Sus peores presagios anunciaban desde hace años ese momento. Ahora maldecía por lo bajo su incredulidad al hacer caso omiso.

-Están en el hospital -afirmó Katrina- los médicos han dicho que sobrevivirán. Ahora mismo íbamos a ir a verlos.

Muchas preguntas se agolpaban en la mente de Natasha mientras recorrían a pie la calle principal de Prypiat con dirección al hospital, incentivadas en parte por la gran columna de humo cuyo origen sin embargo, no lograba definir. Al fin, al torcer la esquina, toda pregunta sobre la salud de su marido era ya irrisoria. Pudo contemplar como las llamas se alzaban metros por encima de la central de Chernóbyl. En ese momento se disiparon todas sus esperanzas.

Intentando mantenerse ocupada, prosiguió caminando en su ya absurdo interés de alzar el hospital. El resto de las mujeres la miraron. Natasha era la más joven. Apenas tenía 21 años, y la mayoría de ellas, habían asistido a su boda. En cierto modo se sentían responsables, y más ahora que su marido ya no estaba.

Al alcanzar el hospital, observaron como la multitud de agolpaba frente a este, en su mayoría mujeres y niños, crédulos, con el objetivo de llevarse a sus maridos e hijos de vuelta a su hogar. Pero ni tan siquiera les dejaban acceder.




Natasha comenzó a llorar, rogando a uno de los militares que custodiaban la entrada que le dejase acceder.

-Señora, este hospital está bajo mando militar ahora. Sería un gran riesgo para su vida acceder a él. -Le advirtió el soldado, quien también tenía cara de estar confuso, al tiempo que se valía de su brazo izquierdo para retrasarla lo más suavemente posible, impidiendo su entrada.

-Déjeme ver a mi marido. Déjeme morir con él, de ser necesario. Necesito decirle adiós.- Le rogó ella.

El joven soldado, pareció sufrir un ataque de reclamo materno al contemplar el desesperado rostro de la mujer. El había visto aquella expresión antes, encarnada en el llanto de su madre rogándole que no se alistase en el ejército. Por un momento, pensó en dejarla pasar.

Katrina, consciente de que aquel joven no detendría a la igualmente joven pero insistente Natasha, intervinó rodeándola con los brazos y apoyándole la cabeza contra su hombro, esperando que sus llantos apaciguasen la desesperación. Allí aguardaron horas, al igual que otras cincuenta mujeres desesperadas por saber la suerte que sus cónyuges habían sufrido. Al fin, las puertas del hospital se abrieron y tras estas salió un hombre con aspecto serio y con la manga derecha del traje antirradiación empapada en sangre, situado aún más lejos que los militares que le habían impedido el paso. Sin decir una palabra, comenzó a leer en voz alta una larga lista de nombres. A cada uno que decía, una mujer estallaba a llorar, al tiempo que el resto intentaba inútilmente consolarla. Pero no así ella, aguardó hasta el final por el apellido Vorobiov , el de su marido, pero este no apareció. La sonrisa esperanzada que por respeto intentaba ocultar mientras el hombre recorría las últimas líneas de la lista, se convirtió en la más absoluta soledad en cuanto este la terminó por completo, y tal como había comenzado, sin decir una sola palabra, regresó de nuevo a las entrañas del hospital.

Todas las mujeres se fueron llorando, incluidas aquellas que hasta entonces la habían apoyado. Ella se quedó sola junto a otra mujer, sentadas ambas sobre el bordillo de la acera, incapaces de articular una palabra. Ninguna sabía si la ausencia de su marido en aquella lista era buena o mala.

Allí aguardaron un par de horas más, hasta que calló la noche y el frío ucraniano se hizo ya insoportable. Para más ende, los últimos copos de nieve del tardío invierno se precipitaban ahora sobre sus hombros.

Incapaz de regresar a su ahora fría y solitaria cama, situada en una habitación plagada de fotos de ambos, señalando para la posteridad encuentros que muy posiblemente nunca se volverían a producir, decidió caminar sin rumbo fijo, con el único objetivo de liberar su mente de aquella pesada carga al tiempo que hacía frente al frio invernal de aquella noche de Abril.

Dirigió una última mirada a la otra mujer, quizá algo mayor que ella, quizá también envejecida por el rápido devenir de los hechos en un lapso de tiempo tan reducido. Se dirigió al bar, donde el señor Popanov permanecía atento detrás de la barra a los acontecimientos que la radio relataba. Sin embargo, nada más distinguir a la joven Natasha entrando en el bar, se apresuró a apagarla..




Pese a ser una vieja amiga, -habían estudiado juntos, y desde siempre habían tenido una estrecha relación de amistad, hasta tal punto que Alexei había llegado a sospechar de que le estuviese engañando con él- Popanov se sorprendió al ver su figura estilizada apoyarse exhausta sobre uno de los taburetes situados junto a la barra. Todo aquel que se dirigía al Popanov, lo hacía siendo consciente de que allí se violaba la rigurosa ley de bebidas espirituosas que aún se mantenía desde la época de Stalin, y normalmente con el objetivo de olvidar el pesado día a día de la ciudad, objetivo que no todos veían cumplido dado que Popanov poseía una lista negra donde situaba a la gente conocida pro su “facilidad de palabra” a la cual impedía beber más de la cuenta, por miedo a que delatase lo fraudulento de las prácticas de su bar. Ella no era una excepción.

Sin embargo, no dudó ni un momento del por qué de su visita, precisamente aquella noche. Ni tampoco preguntó nada, todo lo que necesitaba saber lo había oído ya en las noticias. Quizá incluso sabía más que ella.

Por empatía, o quizá por simple aburrimineto, Popanov decidió también romper la rutina y se decidió a acompañarle bebiendo en una noche que ambos sabían que sería muy larga.

Quizá ella no había ido hasta allí solo para beber. Quizá había visto en Popanov al hombre que su marido había querido señalar al cuestionarle sobre sus infidelidades, un hombre atento y generoso, un hombre que, quizá, molestaba tanto a Alexei por que le recordaba demasiado a si mismo. Quizá había acudido allí simplemente por los esfuerzos de su marido por señalarle como posible amante, buscando el cariño que muy posiblemente su marido no pudiese volver a darle.

Popanov era además su amigo más cercano, mucho más incluso que las maternizadas compañeras de bloque que se esforzaban en hacer placentero su quizás prematuro matrimonio.

-¿Un vodka?- Dijo Popanov, consciente de que ella nunca se atrevería a pedirlo.

-Un vodka nunca es un vodka. ¿Beberás conmigo? Hoy siento que no puedo hacer nada sola. -Respondió ella.

Capítulo 1: Todo había acabado


 Alexei se levantó de pronto tras percibir los agitados golpes provenientes de la puerta del dormitorio. Tras abrirla, pudo comprobar que al otro lado se postulaba Grigory Koslov, su jefe en aquella estación de bomberos. Aquello le tranquilizó, supuso que era hora de trabajar. Acostubrado por la similitud que aquello tenía con otras ocasiones, ni tan siquiera preguntó. Se giro y acudió a tomar un trago de Vodka antes de ir a trabajar, como un día más. Pero aquel no lo era. Quizá ya no hubiese más días.

-Es en la central- Exclamó Koslov, con un rostro palidecido que la rutina no permitió apreciar a Alexei.

De pronto, aún con el Vodka descendiendo por su laringe, se volvió de nuevo y le miró a los ojos. Ahora era en su rostro donde se reflejaba el horror. Pero no dijo una palabra. “Preparados para todo, por la patria” solían decirle durante su entrenamiento militar en Moscú.

Sin embargo si sintió sudores fríos, el aliento de la mismísima muerte susurrándole al oído que había llegado su hora. Miró a su joven mujer, que dormitaba inocente. Quiso despertarla, le aterraba no poder despedirse. Pero Koslov le disuadió, tenían prisa.

Ni tan siquiera tuvieron tiempo de hacerse con los trajes de lona. Descendieron raudos las escaleras, junto a otros ocho hombres asustados y confusos que conformaban el cuerpo de bomberos de Pripyat, Una vez llegaron a la planta baja, donde se encontraban los camiones, todos se miraron durante un instante. Nadie supo qué decir. Aunque nadie se atreviese a admitirlo, todos tenían muy claro que habían dicho su último adiós a su mujer e hijos. Menos Alexei. Él ni tan siquiera había podido. O quizá hubiese sido demasiado cobarde para ello.

Confusos, tomaron con sigo el equipo habitual, con hachas, cascos y mangueras, pese a que sabían que todos aquellos rutinarios elementos eran como querer detener una ventisca con una pequeña fogata.

Recorrieron en total silencio los poco más 20km que separaban el viejo bloque reservado para los bomberos del reactor 4. Sentados en la oscura parte de atrás de aquel camión de bomberos, el ambiente era infinitamente más frío y plomizo que en otras ocasiones. Ya nadie mandaba comprobar la bomba de agua. Nadie deseaba suerte. Simplemente aguardaban en silencio la llamada de la muerte. Uno de los más jóvenes estalló a llorar, nadie le consoló. En el fondo, todos estaban tan desolados como él.

Nada más llegar, el hasta entonces agitado pulso de Alexei se detuvo por completo. Una columna de humo y llamas se alzaba hasta donde la vista alcanzaba a vislumbrar, y el hollín cubría por completo el reactor 4.

Pero no estaban solos. Junto a los bomberos y militares, se postulaban también cientos de voluntarios de la zona que heroicamente se había decidido a entregar sus vidas por frenar ínfimamente el alcance de aquella catástrofe.



El punto irónico lo ponían aquellos que habían sido obligados a realizar aquel sacrificio satánico popular, por haber sido encarcelados con motivo a las diversas manifestaciones violentas con el fin de disuadir a los dirigentes comunistas al querer construir diez años atrás la central a tan solo 30Km de Kiev. El tiempo les había dado la razón, pero desgraciadamente no la libertad.

Comenzaron lentamente a caminar hacia el reactor. A medida que avanzaban, sentían como se les iba desgarrando la piel. Se abstenían de mirarse brazos y piernas, algo no demasiado difícil debido a la densa cortina de humo que no permitía ver más allá de 20 centímetros. Se sentían como judíos en una cámara de gas, impotentes, asfixiados. A algunos les movía el honor, otros caían al suelo y eran consumidos por las llamas. El dolor fue haciéndose cada vez más insoportable, ahora ni tan siquiera necesitaba verlo para cerciorarse de lo poco que quedaba ya de sus mutiladas pieles. Sacaban con las manos el granito ardiendo a más de 2.000 grados. Intentaban gritar, pero no quedaba apenas ya oxígeno en sus pulmones.

Alexei contemplaba el inquieto reflejo de su mujer en las llamas que se situaban a su alrededor. En más de una ocasión pensó en huir, pero el honrar a su país ejercía sobre él un efecto magnético. Así le habían educado.

Las precarias máscaras comenzaban a ceder y el ardiente rastro de granito y cenizas comenzaba a introducirse en sus pulmones. Levantó la mirada en lo que creyó una toma del último recuerdo, y no vio a nadie a su alrededor. Quizá se hubiese perdido. O quizá fuese ya el último vivo.

Prosiguió el camino, notando como la sangre comenzaba a estancarse en sus tobillos ralentizando aún más su dolorido paso. Caminaba sobre sus pies descalzos, rodeados por los restos de unos chamuscados zapados de caucho, al tiempo que sus lágrimas comenzaban a mezclarse con el hollín que impregnaba su piel.

Cada vez andaba más lento. Cada vez estaba más desorientado. Al fin, dirigió una última mirada hacia el cielo y se dejó caer sobre el ardiente suelo. Asfixiándose, decidió arrancarse la mascarilla para que sus pulmones pudiesen recibir un último golpe de aire en su despedida. Puso los brazos en cruz y cerró los ojos . Todo había acabado.