Alexei se levantó de pronto tras percibir los agitados golpes
provenientes de la puerta del dormitorio. Tras abrirla, pudo
comprobar que al otro lado se postulaba Grigory Koslov, su jefe en
aquella estación de bomberos. Aquello le tranquilizó, supuso que
era hora de trabajar. Acostubrado por la similitud que aquello tenía
con otras ocasiones, ni tan siquiera preguntó. Se giro y acudió a
tomar un trago de Vodka antes de ir a trabajar, como un día más.
Pero aquel no lo era. Quizá ya no hubiese más días.
-Es en la central- Exclamó Koslov, con un rostro palidecido que la
rutina no permitió apreciar a Alexei.
De pronto, aún con el Vodka descendiendo por su laringe, se volvió
de nuevo y le miró a los ojos. Ahora era en su rostro donde se
reflejaba el horror. Pero no dijo una palabra. “Preparados para
todo, por la patria” solían decirle durante su entrenamiento
militar en Moscú.
Sin embargo si sintió sudores fríos, el aliento de la mismísima
muerte susurrándole al oído que había llegado su hora. Miró a su
joven mujer, que dormitaba inocente. Quiso despertarla, le aterraba
no poder despedirse. Pero Koslov le disuadió, tenían prisa.
Ni tan siquiera tuvieron tiempo de hacerse con los trajes de lona.
Descendieron raudos las escaleras, junto a otros ocho hombres
asustados y confusos que conformaban el cuerpo de bomberos de
Pripyat, Una vez llegaron a la planta baja, donde se encontraban los
camiones, todos se miraron durante un instante. Nadie supo qué
decir. Aunque nadie se atreviese a admitirlo, todos tenían muy claro
que habían dicho su último adiós a su mujer e hijos. Menos Alexei.
Él ni tan siquiera había podido. O quizá hubiese sido demasiado
cobarde para ello.
Confusos, tomaron con sigo el equipo habitual, con hachas, cascos y
mangueras, pese a que sabían que todos aquellos rutinarios elementos
eran como querer detener una ventisca con una pequeña fogata.
Recorrieron en total silencio los poco más 20km que separaban el
viejo bloque reservado para los bomberos del reactor 4. Sentados en
la oscura parte de atrás de aquel camión de bomberos, el ambiente
era infinitamente más frío y plomizo que en otras ocasiones. Ya
nadie mandaba comprobar la bomba de agua. Nadie deseaba suerte.
Simplemente aguardaban en silencio la llamada de la muerte. Uno de
los más jóvenes estalló a llorar, nadie le consoló. En el fondo,
todos estaban tan desolados como él.
Nada más llegar, el hasta entonces agitado pulso de Alexei se detuvo
por completo. Una columna de humo y llamas se alzaba hasta donde la
vista alcanzaba a vislumbrar, y el hollín cubría por completo el
reactor 4.
Pero no estaban solos. Junto a los bomberos y militares, se
postulaban también cientos de voluntarios de la zona que
heroicamente se había decidido a entregar sus vidas por frenar
ínfimamente el alcance de aquella catástrofe.
El punto irónico lo ponían aquellos que habían sido obligados a
realizar aquel sacrificio satánico popular, por haber sido
encarcelados con motivo a las diversas manifestaciones violentas con
el fin de disuadir a los dirigentes comunistas al querer construir
diez años atrás la central a tan solo 30Km de Kiev. El tiempo les
había dado la razón, pero desgraciadamente no la libertad.
Comenzaron lentamente a caminar hacia el reactor. A medida que
avanzaban, sentían como se les iba desgarrando la piel. Se abstenían
de mirarse brazos y piernas, algo no demasiado difícil debido a la
densa cortina de humo que no permitía ver más allá de 20
centímetros. Se sentían como judíos en una cámara de gas,
impotentes, asfixiados. A algunos les movía el honor, otros caían
al suelo y eran consumidos por las llamas. El dolor fue haciéndose
cada vez más insoportable, ahora ni tan siquiera necesitaba verlo
para cerciorarse de lo poco que quedaba ya de sus mutiladas pieles.
Sacaban con las manos el granito ardiendo a más de 2.000 grados.
Intentaban gritar, pero no quedaba apenas ya oxígeno en sus
pulmones.
Alexei contemplaba el inquieto reflejo de su mujer en las llamas que
se situaban a su alrededor. En más de una ocasión pensó en huir,
pero el honrar a su país ejercía sobre él un efecto magnético.
Así le habían educado.
Las precarias máscaras comenzaban a ceder y el ardiente rastro de
granito y cenizas comenzaba a introducirse en sus pulmones. Levantó
la mirada en lo que creyó una toma del último recuerdo, y no vio a
nadie a su alrededor. Quizá se hubiese perdido. O quizá fuese ya
el último vivo.
Prosiguió el camino, notando como la sangre comenzaba a estancarse
en sus tobillos ralentizando aún más su dolorido paso. Caminaba
sobre sus pies descalzos, rodeados por los restos de unos chamuscados
zapados de caucho, al tiempo que sus lágrimas comenzaban a mezclarse
con el hollín que impregnaba su piel.
Cada vez andaba más lento. Cada vez estaba más desorientado. Al
fin, dirigió una última mirada hacia el cielo y se dejó caer sobre
el ardiente suelo. Asfixiándose, decidió arrancarse la mascarilla
para que sus pulmones pudiesen recibir un último golpe de aire en su
despedida. Puso los brazos en cruz y cerró los ojos . Todo había
acabado.
Muy bien, Pol
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