viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo 1: Todo había acabado


 Alexei se levantó de pronto tras percibir los agitados golpes provenientes de la puerta del dormitorio. Tras abrirla, pudo comprobar que al otro lado se postulaba Grigory Koslov, su jefe en aquella estación de bomberos. Aquello le tranquilizó, supuso que era hora de trabajar. Acostubrado por la similitud que aquello tenía con otras ocasiones, ni tan siquiera preguntó. Se giro y acudió a tomar un trago de Vodka antes de ir a trabajar, como un día más. Pero aquel no lo era. Quizá ya no hubiese más días.

-Es en la central- Exclamó Koslov, con un rostro palidecido que la rutina no permitió apreciar a Alexei.

De pronto, aún con el Vodka descendiendo por su laringe, se volvió de nuevo y le miró a los ojos. Ahora era en su rostro donde se reflejaba el horror. Pero no dijo una palabra. “Preparados para todo, por la patria” solían decirle durante su entrenamiento militar en Moscú.

Sin embargo si sintió sudores fríos, el aliento de la mismísima muerte susurrándole al oído que había llegado su hora. Miró a su joven mujer, que dormitaba inocente. Quiso despertarla, le aterraba no poder despedirse. Pero Koslov le disuadió, tenían prisa.

Ni tan siquiera tuvieron tiempo de hacerse con los trajes de lona. Descendieron raudos las escaleras, junto a otros ocho hombres asustados y confusos que conformaban el cuerpo de bomberos de Pripyat, Una vez llegaron a la planta baja, donde se encontraban los camiones, todos se miraron durante un instante. Nadie supo qué decir. Aunque nadie se atreviese a admitirlo, todos tenían muy claro que habían dicho su último adiós a su mujer e hijos. Menos Alexei. Él ni tan siquiera había podido. O quizá hubiese sido demasiado cobarde para ello.

Confusos, tomaron con sigo el equipo habitual, con hachas, cascos y mangueras, pese a que sabían que todos aquellos rutinarios elementos eran como querer detener una ventisca con una pequeña fogata.

Recorrieron en total silencio los poco más 20km que separaban el viejo bloque reservado para los bomberos del reactor 4. Sentados en la oscura parte de atrás de aquel camión de bomberos, el ambiente era infinitamente más frío y plomizo que en otras ocasiones. Ya nadie mandaba comprobar la bomba de agua. Nadie deseaba suerte. Simplemente aguardaban en silencio la llamada de la muerte. Uno de los más jóvenes estalló a llorar, nadie le consoló. En el fondo, todos estaban tan desolados como él.

Nada más llegar, el hasta entonces agitado pulso de Alexei se detuvo por completo. Una columna de humo y llamas se alzaba hasta donde la vista alcanzaba a vislumbrar, y el hollín cubría por completo el reactor 4.

Pero no estaban solos. Junto a los bomberos y militares, se postulaban también cientos de voluntarios de la zona que heroicamente se había decidido a entregar sus vidas por frenar ínfimamente el alcance de aquella catástrofe.



El punto irónico lo ponían aquellos que habían sido obligados a realizar aquel sacrificio satánico popular, por haber sido encarcelados con motivo a las diversas manifestaciones violentas con el fin de disuadir a los dirigentes comunistas al querer construir diez años atrás la central a tan solo 30Km de Kiev. El tiempo les había dado la razón, pero desgraciadamente no la libertad.

Comenzaron lentamente a caminar hacia el reactor. A medida que avanzaban, sentían como se les iba desgarrando la piel. Se abstenían de mirarse brazos y piernas, algo no demasiado difícil debido a la densa cortina de humo que no permitía ver más allá de 20 centímetros. Se sentían como judíos en una cámara de gas, impotentes, asfixiados. A algunos les movía el honor, otros caían al suelo y eran consumidos por las llamas. El dolor fue haciéndose cada vez más insoportable, ahora ni tan siquiera necesitaba verlo para cerciorarse de lo poco que quedaba ya de sus mutiladas pieles. Sacaban con las manos el granito ardiendo a más de 2.000 grados. Intentaban gritar, pero no quedaba apenas ya oxígeno en sus pulmones.

Alexei contemplaba el inquieto reflejo de su mujer en las llamas que se situaban a su alrededor. En más de una ocasión pensó en huir, pero el honrar a su país ejercía sobre él un efecto magnético. Así le habían educado.

Las precarias máscaras comenzaban a ceder y el ardiente rastro de granito y cenizas comenzaba a introducirse en sus pulmones. Levantó la mirada en lo que creyó una toma del último recuerdo, y no vio a nadie a su alrededor. Quizá se hubiese perdido. O quizá fuese ya el último vivo.

Prosiguió el camino, notando como la sangre comenzaba a estancarse en sus tobillos ralentizando aún más su dolorido paso. Caminaba sobre sus pies descalzos, rodeados por los restos de unos chamuscados zapados de caucho, al tiempo que sus lágrimas comenzaban a mezclarse con el hollín que impregnaba su piel.

Cada vez andaba más lento. Cada vez estaba más desorientado. Al fin, dirigió una última mirada hacia el cielo y se dejó caer sobre el ardiente suelo. Asfixiándose, decidió arrancarse la mascarilla para que sus pulmones pudiesen recibir un último golpe de aire en su despedida. Puso los brazos en cruz y cerró los ojos . Todo había acabado.

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