lunes, 16 de julio de 2012

Capítulo 40: Él ya no estaba allí

Una semana después



El hombre caminaba agitadamente por los pasillos del hospital. Todavía podía oírse al fondo del pasillo el sórdido y continuo pitido de la máquina de constantes vitales. El sudor corría a chorros por sus mejillas, al tiempo que el corazón comenzaba a incrementar desorbitadamente su ritmo. A cada persona que pasaba por su lado, le dedicaba una mirada indiscreta, mientras se apretaba las manos para no salir corriendo. Él no era un asesino. Al menos, antes de aquel día. Pero ahora las cosas eran bien distintas.


Aguantó el sollozo hasta el instante en el que atravesó la última puerta del hospital. Rápidamente, rebuscó en su bolsillo el paquete de cigarros. Una vez lo hubo cogido, aguardó mientras le dirigía una profunda mirada. Algo resignado, sin saber como apaciguar los nervios, comenzó a andar calle abajo, al tiempo que encendía un cigarrillo. Se lo puso entre los labios, pero fue incapaz de darle una calada. En cualquier otro momento habría sido verdadera medicina. Pero no ahora. Tiró el cigarrillo al suelo, y tras echar un instante la vista atrás prosiguió andando.


No quería serlo, habían sido aquellos cabrones quienes le habían forzado. Y todo por su familia, ya no sabía que más hacer. El dinero era muy prometedor, sobretodo en una crisis como la que estaban viviendo. Se disculpó, sabía que ver a sus hijos rebuscando en la basura del supermercado había sido ya bastante excusa para delinquir. Era por ellos. No quería un coche nuevo, ni una casa. Quería comer. 


Hacía tres meses que le habían despedido, y desde entonces, las cosas habían ido a peor. Les habían desahuciado por impago, habían tenido que rebuscar como ratas en los cubos de la basura, y ahora él, pese a haber estudiado arquitectura, estaba al borde de la cárcel. Por que le pillarían. ¿Como había podido ser tan sumamente estúpido?. Ahora las cartas estaban echadas. 


Afortunadamente, una cosa jugaba a su favor. Los alertantemente confiados hombres le habían pagado por adelantado, con lo que ya tenía el dinero en su bolsillo. Y un montón de información comprometedora, de los tres meses que estuvo trabajando para ellos sin imaginarse que "el golpe final" sería un asesinato. 


Se dirigió al humilde albergue donde habían sido acogidos. Cogió un trozo de papel, y comenzó a escribirle una nota a su mujer.  Firmó con lágrimas, era imposible ya retenerlas. La carta finalizó con un "lo siento". Dejó el dinero oculto bajo la nota, y salió antes de que nadie pudiese verle. Ahora tenía claro lo que quería hacer. Se percató de que aún tuviese en el bolsillo la pistola. Ahí estaba, junto a los documentos. Echó a andar hacia el centro de la ciudad. A su alrededor, cientos de personas se movía ajetreadamente. No así él, puesto que tenía claro que poco podía ya hacer. Con una tranquilidad asombrosa recorrió las céntricas calles de A coruña. Pasó su mano por las paredes, despidiéndose de aquel lugar. Fuera como fuese, no lo volvería a ver. 


Evitaba pensar en su familia, no obstante, era imposible evitar que de vez en cuando una lágrima surcase su cara. Apenas se molestaba en secárselas, él ya no estaba allí. Cuando el fin es cuestión de tiempo, pierdes la percepción de ti mismo como persona. En aquel momento él andaba por inercia, caminando sórdido por los suelos de concreto, rumbo a su destino final.


Alcanzó la iglesia pasadas las tres. Era un hombre devoto, sabía que debía arreglar ciertos trámites antes de.... despedirse. Aún no había recapacitado sobre lo que aquello suponía. Pero debía hacerlo. No podía seguir sufriendo de tal manera. Había echo por otros lo necesario, ahora podía hacer algo por él, aunque fuese de manera tan trágica.  Atravesó el portal de la iglesia con aires de arrepentimiento. Se dirigió a una de las cabinas.


-Perdóname señor he pecado.-Dijo él
- Todos lo hacemos. Es difícil seguir la rectitud de la fe. Dígame, ¿en qué a pecado?
-He matado a una mujer, en el hospital. Lo he echo por dinero, lo necesito... es para mi familia - prosiguió tras secarse las lágrimas.
-Eso es pecado mayor, no puede solucionarse con un rezo. El señor no mata.
- Usted mismo ha dicho, todos pecamos. ¿No crucificaron a caso los romanos al señor Jesucristo?
- Pero no todos tenemos su fortaleza. Deberás conseguir el perdón de su familia para ascender limpio al cielo. 
-Gracias padre. Pero eso no podrá ser.


Se levantó sin darle tiempo a que contestase. Salió de la iglesia, y aún en la pequeña plaza donde esta estaba situada, se arrodilló. Sacó tembloroso la foto de su familia del bolsillo, y la contempló, pasando el dedo sobre cada uno de sus rostros. Estalló a llorar, sabía que el momento se acercaba. Sacó la pistola y se cercioró de que nadie se hubiese alertado. Se introdujo el cañón en la boca y apretó el gatillo. Por un instante, mientras la bala atravesaba uno por uno los tejidos de su garganta. se arrepintió. Pero ya era tarde.


El eco del disparo resonó sobre el ruido de los coches en todo el centro de la ciudad. La gente dejó de caminar agitadamente, ahora se agolpaban para contemplar aún con desdeña a un "fracasado" como muchos le llamaron. Ropas delineadas y un rostro repleto de ojeras. El cura no se sorprendió al escuchar el disparo. Sabía quien era y que, tarde o temprano, escogería el camino fácil. Le había dedicado multitud de rezos, pero eso no bastaba para hacerle encontrar el camino. "Al menos ya no está perdido" se dijo.


Comenzaron a oírse sirenas de la policía. Alguien los había alertado cuando el hombre aún estaba vivo. Pero habían llegado tarde. Aparcaron el coche junto al bullicio, y se abrieron paso entre la multitud hasta situarse junto al cadáver. El policía puso de cuclillas sobre el cadáver. Cubrióse la mano con un guante, y recogió la foto de su familia: estaba empapada en sangre. 


Otra muerte que no saldría en las noticias, sepultada por el último triunfo del Barcelona o un nuevo caso de corrupción. Así es la vida. A veces vamos demasiado rápido para pararnos a pensar en los resquicios de la humanidad. 


El policía introdujo su mano en el bolsillo de la chaqueta empapada en sangre. Sacó de esta los papeles que le habían costado la vida a aquel pobre hombre. Los leyó por encima y supo que debía quedarse aquellos informes. Se abstuvo de entregarlo en el cuartel. Si lo que ponía en aquellas hojas era cierto, comunicárselo a sus superiores sólo le traería problemas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario